Joe dice las cosas según se le pasan por la cabeza, y luego se arrepiente de los dardos que lanza al descubrir que hacen daño. Kathleen se queda muda de rabia en el acto, y después se arrepiente de todo aquello que no ha dicho cuando le llegan respuestas lúcidas a la cabeza. Yo, que tengo un poco de ambos, pienso en ellos cada vez que me lamento tras verbalizar según qué pensamientos, y también cuando me echo en cara mi falta de agilidad a la hora de responder a ciertos comentarios.
Últimamente pienso con frecuencia en todo aquello que no decimos, en las cosas que dejamos en el tintero y sus porqués. Aunque estoy lejos de considerarme una sincericida, la realidad es que tiendo a verbalizar bastante mi opinión. Valoro mucho la capacidad de conversación y un buen debate, y me gusta ser capaz de expresar disconformidad ante aquello que considero que no está bien. Por lo general suelo ser ágil con las palabras, pero hace unos días me pusieron en jaque y me acordé especialmente de la rabia de Kathleen ante su incapacidad para soltar de vez en cuando alguna fresca. Quería otra oportunidad. Un monólogo largo que me permitiese clavar el aguijón y argumentar con cabeza mis respuestas. Reivindicar el sentido común y defender la importancia de la coherencia. Pero, sobre todo, quería quedarme a gusto.
En uno de esos monólogos internos en los que mi cabeza fantaseaba con lo que podía haber sido, me acordé de los dos protagonistas de esta comedia romántica. Para sabérmela de memoria, tardé en recordar la moraleja que recoge sobre la capacidad de decir lo que uno quiere en el momento adecuado. Y es que, como le dice Joe a Kathleen —y posteriormente experimenta ella en primera persona— «cuando tienes el placer de decir lo que quieres decir, en el momento exacto que quieres decirlo… después, inevitablemente, surge el remordimiento».
Entonces me quedé más tranquila. No hace falta decirlo todo, porque el saber decir implica también saber callarse. Porque también nos define lo que no hacemos y las cosas que callamos, y porque uno controla mucho mejor las situaciones cuando no necesita tener la última palabra.
Ayer terminé El maestro Juan Martínez que estaba allí, de Chaves Nogales. Es el segundo libro suyo que he leído en lo que va de mes, y voy a tener que dosificarme el resto porque estoy maravillada con el descubrimiento. Enfrascada por completo en la lectura y en la odisea del protagonista por sobrevivir a la Revolución Rusa, encontré en el final de uno de los capítulos las siguientes palabras, que resonaron especialmente conmigo.
«Le despedí amablemente. Pero procuré no darle la mano. Bolchevique o burgués, el hombre no debe hacer ciertas cosas. Y si las hace, pues eso: uno no le da la mano. Y no pasa nada más».
He decidido poner en práctica la despedida amable pero sin dar la mano. Y que no pase nada más.
Que tengáis muy buen comienzo de semana. ¡Parece que en Madrid vamos a librarnos por fin de las góndolas!
BM.
Vi la película hace mucho tiempo pero me has despertado las ganas de volver a verla, sobre todo por que no recuerdo la escena que comentas. Creo que saber qué decir en cualquier momento es un don que pocas personas tienen. ¿Se podrá entrenar esa habilidad? ¿Tú qué piensas?
De acuerdo con Pablo , y "yo aun diría más" ( homenaje a Hergé -Hernandez y Fernandez- ) : "dueño de mis silencios y esclavo de mis palabras". Esta maravillosa reflexión , que Pablo atribuye a nuestra refranero , tiene muchos padres : Aristóteles, Proverbio Arabe , Shakespeare , Freud . A ver si algun estudioso suscrito a BM nos ilumina con la paternidad real.