Lo único bueno de no vivir cerca del mar es que nunca das por sentada su presencia ni te acostumbras a sus efectos. Mi madre y mi amiga Fer añadirían, como matiz consolador, el menor encrespamiento del pelo. Yo, que abracé los rizos hace casi un par de años, soy menos esclava de la humedad y puedo permitirme ser un poco más sentimental.
Como suelen mostrar las novelas y películas de época que tanto me gustan, en el siglo XIX ―durante la regencia británica y la posterior era victoriana― era habitual que los médicos recomendaran a las mujeres de la aristocracia y la alta burguesía pasar largas temporadas en la costa. La brisa marina y el agua salada no solo se utilizaban para tratar enfermedades físicas, sino también para aliviar afecciones del alma como la melancolía, la depresión o el desamor, restaurando así el equilibrio entre cuerpo y mente.
Sin padecer yo ninguna de las dolencias anteriores, este fin de semana no he podido evitar pensar en esta costumbre y en los versos finales de Ocaso, de Manuel Machado:
Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,
para mi amarga vida fatigada...
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar en nada...!
Cuando me despierto, veo en el agua a una señora mayor nadando a espalda, mientras varios corredores arrancan su sábado en el paseo marítimo. Si me hubiese recetado un médico esta escapada, habría cumplido con su cometido. Solo son las nueve y media de la mañana y ya siento haber encontrado el equilibrio.
A medida que avanza la mañana crece el número de bañistas y la arena se llena de toallas. Empiezan a llegar enseguida equipos de niños, preparados para enfrentarse en torneos de fútbol que se alargan hasta la hora de comer. Echando la vista atrás, estoy convencida de que si mi polideportivo hubiese sido la playa de La Concha, me hubiesen apetecido mucho más los partidos de los sábados por la mañana.
Aunque estoy bastante enganchada a mi librito, no puedo evitar seguir los partidos desde la barrera. Me gusta ver la muralla de padres que los siguen de pie, con los brazos cruzados, y a los niños ―más pequeños todavía― que esperan ansiosos en los laterales de cada campo a que se escape algún balón para correr a por él y poder hacer su pase.
Las parejas pasean. Una madre, perseguida por sus hijos, corre haciendo eses hacia la orilla. Ni siquiera el comentarista, que de vez en cuando decide narrar los partidos por un megáfono con tremendo eco, consigue sacudirme el buen humor.
Escucho música que no sé muy bien de dónde sale y en un momento dado empieza a sonar Échame a mí la culpa. Siempre me ha gustado mucho su letra y ahora pienso que si la hubiese escrito yo, solo podría haberlo hecho delante del mar, donde todo lo que no es realmente grave se presenta más ligero y aflora mi versión más optimista.
Y, sin embargo, quiero que seas feliz,
Y allá en el otro mundo en vez de infierno encuentres gloria,
Y que una nube de tu memoria me borre a mí.
Arrastro estas frases durante el resto del fin de semana sin poder parar de cantar la canción y escuchar mi versión favorita, de Los Secretos.
En el paseo de la tarde nos paramos un momento a ver cómo el agua se va tragando poco a poco un gran dibujo hecho en la arena. Comentamos con admiración la dedicación que hay que tener para destinarle un tiempo considerable a algo tan efímero. ¿Compensa?
La respuesta a la pregunta la encuentro en mi estado de ánimo. Estar cerca del mar siempre compensa. Aunque solo sea un ratito.
¡Que tengáis muy buen comienzo de semana!
BM.
Sí, siempre a las descripciones como si fueran una especie de diario y a estar cerca del mar. Gracias por recordarme, con tus palabras, que ha llegado el momento de visitarlo de nuevo :)
Otra que ha estado un ratito este finde con el mar de telón de fondo y compensa, siempre compensa.